28 junio 2014

Los mineros


Diez en la crujiente jaula                                  
cuerpo contra cuerpo,
aliento a café y ginebra,
descienden.
Rostros oscuros, sombríos,
barbas de una semana,
huellas digitales sobre sus frentes.

Maldita patronal, sin respuesta
reclamos de carbón.
Descienden, descienden
de pié a las entrañas
de la tierra, aunque sus almas,
en posición fetal,
murmuran con el mismo sonido
de las rocas al desprenderse.

Oscuridad. El chirriar del ascensor
penetrando por el hueco
de la vida y la muerte,
se abrazan sin mirarse,
se tocan con la mente.
La rebeldía tiene
el mismo hambre que sus hijos,
delegados que miran el suelo,
ojos negros que buscan
una respuesta mineral.

Huelen a olvido, a promesa,
a talvéz algún día,
a sobreviviente sudado
de adrenalina.

Descienden, allí,
donde la mina se viste
de ruleta rusa, ríe con el eco
de cada respiración,
se esconde y aparece
como un espejismo
en el desprotegido mundo
de los menos cobardes.

Por el pan, por la leche,
por unas monedas,
si es que sobran,
cavarán el infierno
de ser necesario.
Manos con hollín
corazones blancos.

Pequeñas luces encendidas
sobre sus sienes,
una anónima palmada de aliento
en las tinieblas de cada hombro
y tragar la amarga saliva
de la avaricia ajena.

Diez que se unen a otros diez
y a otros diez. Allí,
donde la tierra no tiene nombre,
no asume responsabilidades
ni sabe el significado
de la palabra “piedad”.

Arriba una pancarta de cartón,
queda a merced del viento.
El sol espera a sus hijos
y las madres, preparadas
para volver a parirlos,
día tras día, en cada regreso.



Rita Mercedes Chio Isoird
D. Reservados

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